Madre mía!
- El Kolitrinche
- 8 may 2016
- 4 Min. de lectura

“La más bella palabra en los labios de un hombre es la palabra madre, y la llamada más dulce: madre mía”. Khalil Griban
Hay distintas tipos de personas que forman parte de tu vida: tus familiares, amigos, personas que se cruzaron en tu camino en algún instante o circunstancia (algunos para quedarse por siempre, otros solo de paso), e incluso hay personajes - reales o ficticios - que pueden incidir, inspirar o influenciar en forjar tu personalidad y en la búsqueda de tu camino.
En mi caso, uno de esos personajes es indudablemente mi madre.
Los acontecimientos en esta vida suceden con un fin, nos escogimos para compartirla y aprender.
Fue "la luz de los ojos" de mi abuelo, pequeña juguetona, intrépida, buena nadadora, soñadora y valiente. Supo desde siempre lo que sería: una “doctorina” (palabra que utilizaba - según mi abuela - de pequeña para referirte a la palabra doctora). Tercera de ochos hermanos, hija y madre de sus hermanos menores; proveniente de un lugar bello y enigmático como es la Amazonia.
Su formación escolar con las monjas, la hizo una persona de fe, con ese espíritu luchador y bondadoso a extremo (poniendo todo antes de ella). Debo reconocer - siendo testigo - que esa fe y el amor inculcado por las monjitas le ayudaron a salir adelante ante las dificultades, a sacar fuerzas donde ya no las había y que ha sido una constante en su vida.
Ese espíritu y esa fuerza también hizo que decidiera salir de su hogar, a buscar su camino siendo una jovencita. Llegar a la gran ciudad, a la capital, sola con su soledad, con una maleta pequeña y con grandes expectativas: sueños y con muchas cosas por aprender y conocer. Primero viviendo en la casa de unos familiares, luego en una pensión.
Trabajó de día como cajera en una panadería y estudiando enfermería por la noche. Tenía un solo vestido para las cuatro estaciones, pero no importaba, quería cumplir lo que se propuso: ser una profesional y ayudar a su familia.
Y, una vez más, la vida irónica e impredecible hizo que llegara el amor cuando menos lo esperaba. En la panadería – donde trabajaba – llegaba un jovenzuelo - en un auto Dodge verde - a comprar el pan por la mañanas y seguro quedó impactado al conocerte. El jovenzuelo comenzó a cortejar y se enamoraron. Al inicio, la familia estuvo recelosa con el muchacho de piel trigueña, sin embargo, su carisma y predisposición hicieron cambiar de parecer.
Tiempo después vino la boda y una bebé. Así se daba inicio a una nueva historia, a una nueva familia: mi familia.
Llegó a terminar su carrera técnica en enfermería. ¡Y vaya que una gran enfermera! No en vano fue elegida como la mejor enfermera del año 1988, en la clínica donde laboraba, y le entregaron un plato recordatorio. Fue un motivo de orgullo para nosotros.
Nos enseñó que la humildad no es sinónimo de suciedad y mala educación; nos enseñó que la educación y el trabajo era el camino para salir adelante y que era más fructífero tener un anaquel con libros en la sala, que una televisión o una radio de última generación. Nos enseñó a mantenernos unidos sobre todas las cosas; a ser honestos, a la bondad y los buenos modales. Nos enseñó a su manera, con los recursos que contaba en ese momento.
Recordaré nuestras caminatas - o correrías a veces - a la escuela infantil, por las tardes, me dejaba y se iba corriendo al trabajo. Cuando me compraba mi manzana y una galleta en el señor del puesto de la esquina del jardín (la escuela) que se llamaba igual a una parroquia que estaba al frente, y al lado, el estadio. Recuerdo mi primer día de clases en la primaria, me encontraba asustado y nervioso; antes de iniciar la formación, sentados, me abrazó y me miró para darme ánimos.
Recuerdo las rutinas dominicales, ir a la iglesia, hacer el mercado y luego el desayuno especial del domingo; en otros casos, los almuerzos y los paseos dominicales, donde íbamos a cualquier lugar, siempre en familia, juntos, los cinco.
Recuerdo las llamadas para entrar a la casa - temprano - cuando la mayoría de nuestros amigos se quedaban a seguir jugando y a "regaña dientes" hacíamos caso. Luego entendería lo vital fue eso para nuestra formación.
Recuerdo cuando me veía, pequeñuelo, jugar en casa a la pelota y a los soldados con mis gritos o ademanes típicos de un niño cuando vuela su imaginación y sonreías por ello.
Recuerdo las veces - junto con mi hermana menor - que no la dejábamos descansar, a pesar de haber llegado de su turno nocturno, por que queríamos jugar.
Recuerdo las visitas a su centro de trabajo. Yendo al cine primero (que se encontraba detrás de la clínica, cruzando el parque) junto a mis hermanas, para luego volver a esperar tu salida mientras nos invitaban ese rico pan con mantequilla y mermelada.
Recuerdo las muchas noches y días cuando me enfermaba y estaba para darme atenciones y cuidados.
Recuerdo que a pesar de su cansancio por el trabajo y los quehaceres del hogar, tenía tiempo para nosotros.
Recuerdo - de adolescente y adulto - en mis innumerables salidas nocturnas, al llegar a casa la encontraba por la ventana esperando que llegara y recién pueda descansar.
Recuerdo las veces que enfermabas y tuviste que ser internada en el hospital. La primera de ellas fue lo que ocasionó mi asma y por el cual tampoco me gusta estar en los hospitales. Recuerdo una ocasión, estando en casa solo (mientras que todos fueron a visitarla), en mi habitación, orando como nunca y haciendo promesas para pedir que no nos dejara.
Recuerdo el esfuerzo que hizo para darme una educación de primer nivel y poder ser un profesional.
No es mucho de hablar, pero con sus acciones demuestra todo.
Por todo ello, solo puedo tener un inmenso amor y gratitud, sintiéndome afortunado de formar parte de su vida y que yo sea parte de su ser, de su alma.
Mis disculpas por los malos momentos. Mi espíritu rebelde y la búsqueda de mi camino tuvo como consecuencia aprender con aciertos y errores.
¡Madre mía!
(Pintura acrílica sobre metal. “Madre e hijo ” por Elizabeth Ruch)
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